Existen ciertas creencias en el imaginario colectivo sobre lo que significa ser un científico o un pensador. Si hacemos esa pregunta a cualquiera, seguramente nos describirá a alguien  muy parecido a Albert Einstein. Tal vez habrá variaciones, pero generalmente siempre será un hombre. Según investigadoras de la Universidad de Illinois, “nuestra sociedad tiende a asociar la genialidad más con los hombres que con las mujeres y esta idea aleja a las mujeres de trabajos en los que se percibe que es necesaria esta capacidad”.

  Si forzáramos a alguien a que nos dijera el nombre de alguna mujer que fuera un referente en la ciencia, le costaría enumerar más de cinco. El año pasado, ni una sola mujer fue galardonada con un Premio Nobel en ciencias. Tampoco el anterior. Desde su primera entrega en 1901, solo el 3% de los casi seiscientos premios Nobel científicos han recaído sobre mujeres. En Física, los hombres han sido distinguidos en doscientas cinco ocasiones y las mujeres solo en dos. En Medicina, se han premiado doscientos dos hombres y doce mujeres. En Química, ciento setenta y cuatro hombres y cuatro mujeres. La ausencia de referentes femeninos en el ámbito científico o intelectual es peligroso, crea la imagen de que esos mundos son “de ellos” y “para ellos”, es decir, que solo interpelan a los hombres. Esto puede provocar que las niñas o las mujeres no se atrevan a estudiar o interesarse por materias que siempre han estado masculinizadas.

 La sociedad nos enseña que las mujeres no podemos desear ser físicas nucleares, pilotos de naves espaciales o filósofas. Cuando a las niñas que apenas tienen cinco años se les regala muñecos con aspecto de bebé, carritos, cunas o una cocinita, les estamos dando una señal: las estamos guiando a lo que se considera correcto que hagan cuando sean mayores. La presencia de mujeres en la historia es crucial por el efecto simbólico que tiene sobre las jóvenes de hoy en día.

 Según la investigadora Ana López Navajas, las referencias a mujeres en libros de Enseñanza Secundaria suman apenas el 7%. Este dato es aún menor (2,4%) en el caso de los manuales que incluyen perspectiva de género en algunos de los programas de grado o posgrado, según Tània Verge y Alba Alonso, a pesar de que la Ley de igualdad establece la obligatoriedad de que los planes de estudio incorporen esta perspectiva. Pero, además, muchas veces, como cuenta la profesora Marian Moreno, la aparición de mujeres en libros de texto es para reforzar aún más los estereotipos de género. Por ejemplo, destaca que en los enunciados en los problemas de matemáticas, son las mujeres las que normalmente  van a comprar, son azafatas o las madres de alguien. En cambio, a los hombres los presentan como atletas, tenistas, pintores o ingenieros. La principal argumentación para justificar que haya tan poca presencia de mujeres en los programas académicos es que en los siglos que nos preceden la mayoría de las mujeres se encontraban abocadas a desarrollar sus vida en esferas más privadas, con lo cual muy pocas pudieron realizar contribuciones públicas. Sin embargo, nos encontramos casos que hacen tambalear esta argumentación. Veamos cómo.

  1. El “efecto Mateo” y el “efecto Matilda”.

“Quítenle el talento para dárselo al que tiene diez, porque a quien tiene, se le dará y tendrá de más, pero al que no tiene, se le quitará aun lo que tiene” (Mateo 25: 14-30. Parábola de los talentos)

  El sociólogo Robert King Merton publicó en 1968 un artículo en la revista Science en el que teorizaba lo que él llamó el “efecto Mateo”. Utilizando las palabras del Evangelio de San Mateo, hacía referencia a un fenómeno que se daba bastante en el mundo académico, y que se resume en “a quien más tiene, más se le dará”. Merton se percató de que los trabajos y los estudios de escritores, científicos o académicos poco conocidos recibían menor atención que aquellos que habían realizado los más populares. Aunque los trabajos fueran de la misma calidad, por el simple hecho de que el autor fuera conocido, se presumía, de entrada, una mayor calidad del estudio, aunque no siempre fuera así. De esta manera, las investigaciones de científicos jóvenes recibirán menos reconocimiento o menciones que las de los investigadores reconocidos, lo que relegaba a los primeros a un segundo plano.

 Merton, a pesar de reconocer este efecto, no fue inmune a él. Así pues, para desarrollar el artículo anteriormente citado, se basó en los trabajos que realizó Harriet Zuckerman, quien tampoco fue reconocida debidamente en su artículo. De esta manera, validó su propia teoría. Ella realizaba la tesis sobre las características de la élite científica y, para ello, realizó  entrevistas a científicos estadounidenses que habían ganado el Premio Nobel. Aquellos que, en general, eran reconocidos afirmaban que, para llevar a cabo sus investigaciones, habían trabajado con jóvenes que habían realizado aportaciones claves. Sin embargo, la comunidad científica había reconocido el mérito casi exclusivamente a aquellos con más renombre. Esta investigación fue fundamental para que Merton teorizara el efecto Mateo, sin embargo, el trabajo de Harriet no fue reconocido públicamente por el sociólogo. El nombre de la autora aparecía únicamente en las notas a pie de página. Merton y Zuckerman continuaron trabajando juntos- incluso se casaron años más tarde-, pero nunca profundizaron más en el estudio de este tema.

A lo largo de la historia, la desigualdad entre hombres y mujeres en la ciencia ha sido una constante. Pero Merton y Zuckerman no se percataron de este hecho en sus estudios. No fue hasta mucho más tarde, en 1993, cuando la historiadora de la ciencia Margaret W. Rossiter alertó sobre cómo el efecto Mateo no solo afectaba a los jóvenes, sino también a las mujeres, de manera que había una desatención sistemática a los estudios realizados por mujeres científicas, como le había pasado a la misma Harriet Zuckerman. Los trabajos de esta recibían menos reconocimiento y menos crédito. A esto lo llamó “efecto Matilda”, en honor a la sufragista norteamericana Matilda Joselyn Gage. Ella había sido editora de la revista The National Citizen, y ya había intuido este hecho mucho antes  de que se teorizara: había percibido que los artículos escritos  por mujeres se reconocían y valoraban mucho menos. Para atajar esta distinción, alentaba a las mujeres para que publicaran mucho más en su revista.

 Que a las mujeres no se les reconozca el trabajo de la misma manera que a los hombres no es una cosa del pasado. En 2013 se publicó un estudio en el que se muestra que ellas son menos citadas en los trabajos científicos que los hombres (cuantas más veces se haga referencia a una investigación, más importante y de calidad se considera ese estudio). Sin embargo, en numerosas ocasiones, las citas no obedecen a la calidad del texto. ¿Cómo se explica entonces? Se considera que tienen menos autoridad en este campo. Ello se debe a que se valora la calidad de las investigaciones en función de la posición de poder que ostenta el investigador. Es decir, se mira quién lo ha hecho, más que qué ha hecho. Y son pocas las mujeres que ocupan una posición de poder, ya que se enfrentan a muchas más barreras para llegar a posiciones de prestigio. Otra explicación a esta situación es que para citar a alguien es necesario conocer al autor o la investigación, y ellos son más visibles, porque reciben más invitaciones para presentar sus trabajos en seminarios, o dar charlas como estrellas invitadas en conferencias. Además, muchas veces es importante tener relación con el autor, y estas relaciones se forman con las redes de trabajo. A las mujeres, en cambio, les cuesta ser incluidas en dichas redes, ya que, muchas veces, los hombres tienden a relacionarse más con otros hombres que con mujeres.

 Estas amistades son relevantes porque, además, facilitan ocupar cargos de peso en universidades. Quienes aún tienen el poder son los hombres, y son ellos quienes se encargan de repartir posiciones de autoridad. Se ha mostrado ampliamente que las mujeres necesitan el doble de méritos para llegar a la misma posición de poder que un varón. En 2012 se publicó un estudio que mostraba el “efecto Jennifer-John”. Esta investigación consistía en entregar a cuatrocientos profesores de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos dos currículos ficticios con méritos idénticos par plazas vacantes. La única diferencia entre los dos era que uno pertenecía a un hombre llamado John y el otro a una mujer cuyo nombre era Jennifer. De los 137 profesores que seleccionaron a estos candidatos, un 70% escogió a John y solo un 30% a Jennifer. Entendemos que los evaluadores consideraron más competente al candidato masculino, pero no solo eso, sino que a “John” también le ofrecieron un salario más alto y más recursos para desarrollar su carrera investigadora. Hay otros indicadores que refuerzan esta idea, como el hecho de que la financiación otorgada a los proyectos presentados por mujeres sea menos, y el sesgo se amplía a medida que la cantidad otorgada aumenta de tamaño. En 2016, solo el 19% de las Advanced Grants, las becas más cuantiosas, fueron concedidas a mujeres. Ello evidencia que aún continuamos teniendo un sesgo sexista interiorizado contra las mujeres, y hemos de ser conscientes de él para poder combatirlo.

  1. Las Matildas.

A lo largo de la historia, no fueron pocas las mujeres que vieron suplantado, de una manera o de otra, su trabajo científico. Sus historias y sus descubrimientos han sido muchas veces difuminados o eclipsados por las figuras masculinas. Sin lugar a dudas, la historia debe recoger las aportaciones y los nombres de las científicas, y recordar a todas aquellas “Matildas” que hemos dejado a lo largo del camino. Recuperar a estas mujeres de la ciencia responde a una voluntad de justicia y al deseo de que la historia pueda reescribirse correctamente. Para contribuir con nuestro granito de arena a esta reconstrucción, vamos a recordar a algunas mujeres que han estado a la sombra de grande pensadores, invisibilizadas por la historia. Son todas las que están, pero no están todas las que son: esto es una pequeña muestra, pero aún quedan muchas otras. Pueden llegar a ser cientos los nombres de autoras engullidos por otros masculinos a lo largo de los siglos.

2.1. Lo llaman John Stuart Mill y no lo es.

 Harriet Taylor Mill (1807- 1858) fue una filósofa defensora de la igualdad entre la mujer y el hombre, pero se la conoce más por ser la compañera intelectual y sentimental del filósofo, político y economista John Stuart Mill. Se conocieron en los Unitarian Radicals, unos grupos de discusión política e intelectual, integrados dentro de la Iglesia, que se formaron en el reino Unido del siglo XIX. Fue allí donde ambos se empezaron a profesar una gran admiración intelectual y, con el tiempo, se enamoraron. Harriet ya estaba casada con John Taylor desde los dieciocho años, fruto de una decisión familiar, sin que hubiera amor de por medio. Así que se encontraban en una situación complicada para pode amarse con libertad.

 En aquella época no existía el divorcio, así que entre los tres establecieron una solución un tanto excéntrica para la época, aunque el marido de Harriet fuera muy reticente. Llegaron al acuerdo que John Taylor le permitía a su mujer mantener una relación con John Stuart Mill, siempre y cuando no desatendiera sus obligaciones familiares, como cuidar de sus tres hijos y realizar las tareas domésticas. Aunque pasaron épocas viajando juntos, la mayor parte de la relación con John Stuart Mill fue epistolar, y Harriet solo se fue a vivir con él una vez que murió su marido.

 A John Stuart Mill se le ha considerado uno de los pensadores liberales más importantes del siglo XIX. Es autor de varias obras muy influyentes en diferentes ámbitos, como Sobre la libertad (1859), Utilitarismo (1861) o El sometimiento de las mujeres (1869), que se convirtió en el libro de referencia para todo el sufragismo. En este ensayo afirmaba que la subordinación legal de un sexo al otro no solo era errónea en sí misma, sino que constituía un obstáculo para el desarrollo de la humanidad y tenía que reemplazarse por el principio de igualdad perfecta. También hablaba sobre el rol femenino en el matrimonio, y lo injusto que puede llegar a ser para las mujeres, ya que los hombres no solo pretendían que las mujeres obedecieran y realizaran todas las tareas del hogar, sino que querían, además, que ellas los amaran.

 Todas estas obras también deberían haber sido firmadas por su compañera, Harriet Taylor Mill. A partir de la extensa y fructífera relación epistolar que mantenían- ya que, Taylor estuvo casada durante muchos años- se ha podido determinar que ella no fue solo una correctora de los textos de su pareja, sino que era considerada una igual en las elaboraciones de sus obras. De hecho, el propio John Stuart Mill reconocía en su autobiografía de 1873 esta coautoría. Y explicaba que cuando dos personas tienen sus pensamientos y especulaciones totalmente en común, es de poca importancia la originalidad o quién sostiene la pluma. Pero, aun así, la historia borró el nombre de Harriet Taylor Mill como autora de los escritos.

 La influencia de Harriet no solo se percibe en las obras, sino en las luchas que lideraba John. Ella era una profunda defensora de la igualdad entre hombres y mujeres, y anhelaba que ambos tuvieran el mismo acceso a la educación o las mismas oportunidades para ejercer en la política. De hecho, tiene diferentes obras, como The Enfranchisement of Women, que se dedican a argumentar por qué las mujeres deberían tener los mismos derechos sociales y políticos que los hombres. Es importante también destacar que en este período la interseccionalidad no existía, y que ella defendía que las mujeres tuvieran los mismos derechos que los hombres, pero solo si eran de la burguesía.

 Como explicaba, la defensa de la igualdad entre hombres y mujeres trascendía su existencia y la traspasaba al que fue su pareja, John Stuart Mill. Él, además de intelectual, fue diputado en la Cámara de los Comunes del Reino Unido. En 1866 presentó una petición a favor del voto de las mujeres, pero fue desestimada. Al años siguiente, en 1867, quiso cambiar la ley que regulaba el voto, pero por otra vía. Intentó incorporar el término “persona” en vez de “hombres”, que era el que constaba en la lay, para que pudieran votar todas las personas y no solo los hombres; pero también fue desestimada. Desde el sufragismo, fue una acción que se valoró mucho, pero no fue tan bien vista ni por el resto de los diputados ni por la prensa de aquella época, que llegó a escribir con sorna que John Stuart Mill quería realizar una “gran reforma social” solo cambiando una palabra en la legislación.

2.2. La inspiración oculta de Karl Marx.

Flora Tristán (1803- 1844) fue una feminista francesa de orígenes peruanos, que también sufrió el efecto Matilda. Lora tuvo una primera infancia feliz en la que no le faltó de nada. Pero cuando era una niña de cuatro años, su vida cambió radicalmente. Su padre, un noble peruano que no se había casado con su madre, murió repentinamente. Como legalmente ni su madre ni Flora podían heredar la fortuna de su padre, ambas quedaron en una situación económica complicada. Le siguió una vida de penuria y se vio forzada a casarse con su jefe para sobrevivir. Este fue hombre bastante violento, además de celoso y maltratador, llegó incluso a intentar asesinar a Flora y violar a su propia hija-. En 1825, embarazada por tercera vez, Flora ya no soportaba más la situación y solo deseaba una cosa: escapar del hombre que tenía poder absoluto sobre ella, según cuenta su biógrafa Evelyne Bloch-Dano. Tristán se fue de Francia e intentó construir una nueva vida en Perú, donde vivían los familiares de su padre, que podían ayudarla económicamente. Sus experiencias en tierras americanas quedarían recogidas en la obra Peregrinaciones de una paria. Desde allí viajó a Londres, donde se dio de bruces con las condiciones de vida de la clase obrera.

Su estancia en esa ciudad la enfrentó a ver cómo explotaban a los niños en las fábricas o cómo los hombres burgueses utilizaban a las mujeres. Sin embargo, también percibió algo positivo: la organización de la clase obrera. Le asombró cómo los trabajadores se manifestaban, recogían firmas o hacían reuniones clandestinas. Fruto de sus observaciones y posteriores reflexiones, publicó un ideario o programa de reformas a favor de la clase obrera: La unión obrera (1843). En é defiende la creación de una gran organización internacional de la clase obrera, lo que ella llama “unión universal de obreros y obreras” y formula la divisa que, posteriormente, será ampliamente conocida: “Trabajadores del mundo, ¡uníos!”.

Además, a diferencia de los socialistas utópicos, Flora Tristán aporta una novedad: propone crear un partido de obreros. Consideraba que esta clase social era la más numerosa y que podía llegar a gobernar. Se convierte, así, en la primera mujer en hablar de socialismo y de la lucha del proletariado. También será de las primeras en tener en cuenta a las mujeres trabajadoras en sus obras, hasta entonces invisibilizadas. Dedica un capítulo entero de su libro a lo que llama “la mitad del género humano” o “los últimos esclavos que todavía quedan en la sociedad”, es decir, las mujeres. Se da cuenta de que ellas sufren una doble discriminación: ser obreras y ser las obreras de los obreros.

¿Dónde está el efecto Matilda en esta autora? Pues unos años después de que se publicara La unión obrera,  Karl Marx consiguió darle forma y soporte teórico a las ideas que proponía Flora Tristán. De ahí surgió la publicación del Manifiesto comunista, en 1848. Se supone que los escritos de Flora Tristán fueron parte de la biblioteca de Karl Marx, e incluso se especula que se conocieron, ya que tenían amigos comunes. Sin embargo, Flora Tristán solo es ligeramente mencionada en el texto de Marx, aunque ella, en aquella época, fuera una institución y él no hubiera destacado aún en el ámbito público.

El 14 de noviembre de 1844, a los cuarenta y un años, muere Flora Tristán de fiebres tifoideas sin llegar a vivir las revoluciones de 1848 o la Comuna de París. Con ella casi muere su legado, ya que ni Marx la reconoce como la pionera de alguna de sus ideas ni la historia le rinde el homenaje que se merece.

  1. ¿Por qué es importante recuperar a las mujeres de la ciencia?

 Habremos oído miles de veces la frase “la historia la escriben los vencedores”. Podemos aplicar esta misma idea a lo que les ha pasado a las mujeres en la ciencia a lo largo de los años. Los hombres han borrado las teorías o la evidencia científica que ellas han producido, reescribiendo la historia a su conveniencia e invisibilizando el papel femenino.

 Voces más optimistas añaden a la popular frase la coletilla de “pero el tiempo da voz a los vencidos”. Uno de los ejemplos de cómo “las vencidas”, recuperan su voz es la película “Figuras ocultas”. Este filme, basado en el libro de no ficción de Margot Lee Shetterly, es importante porque rescata la historia de las mujeres negras matemáticas de la NASA. Rompe, de esta manera, la imagen de que sus científicos son todos hombres blancos y, con ello, ayuda a cuestionar los imaginarios actuales y a crear otros.

 Como sabemos, la atención a referentes femeninos o a la desigualdad de género en la docencia es escasa, ya sea en la Enseñanza Primaria, Secundaria o en la universidad. Eso conlleva que se  perpetúe la imagen del hombre científico, el hombre intelectual o el hombre público, en masculino. Es importante que se reconozca a las mujeres en estos ámbitos porque son espacios con un gran potencial simbólico, que contribuye a que las mujeres nos sintamos más integradas en el mundo científico o intelectual. Como dice Tània Verge en sus investigaciones, “reconocer las contribuciones de las científicas tiene el potencial de empoderar a las estudiantes para subvertir la masculinización de la arena política, acercarlas a la disciplina y animarlas a dedicarse profesionalmente a la carrera que, por lo general, han protagonizado los hombres”

(Silvia Claveria. El feminismo lo cambia todo. Editorial Paidós. Barcelona. 2018)